Quién

En su día mi madre pensó que me matriculaba en Periodismo porque no había sacado suficiente nota para entrar en Medicina, y aunque lo de la nota es verdad, lo cierto es que al final de mi adolescencia, y pese a haber hecho el bachillerato científico y haber completado (y prácticamente leído) la Gran Enciclopedia Médica por fascículos, las letras tiraban más de mi espíritu que el bisturí.
Por aquel entonces mi padre ya me había quitado el miedo a trabajar echando mano del más viejo y experimentado método de la España rural: despertándome los domingos media hora después de haberme acostado para llevarme con él a la granja donde criaba pollos y cerdos. No fue ésta la única técnica educativa que empleó y lo que en algunos momentos pudo parecerme de algún modo cruel lo cierto es que, hoy en día, se me representa con algún sentido útil, a pesar de lo cual no impido que la formación de mis hijos discurra por caminos más amables.
Curado, pues, de la indolencia juvenil, no es extraño que acabara gustándome pasar los veranos entre la granja y las viñas de mis primos, dos agricultores ejemplares con los que compartí largas jornadas de derraye y vendimia y que se convirtieron en los rectores de mi segunda universidad: el campo. O de la primera, porque el mundo agropecuario me sedujo con tal energía que, llegado el momento y por circunstancias que no vienen al caso, no me costó ningún esfuerzo abandonar los estudios (que terminaría muchos años después) para incorporarme a lo que en agricultura se denomina ahora explotación familiar.
En la facultad discutíamos sobre la naturaleza del periodismo y, frente a los compañeros de profundas convicciones academicistas, yo militaba entre los que consideran que éste no es más que un oficio que necesita vocación, honestidad y el dominio sobre ciertas técnicas que se pueden aprender, como de hecho ha venido siendo habitual, mediante el propio ejercicio de la profesión.
Así que, con una mano en la explotación familiar y la otra en la pluma, transité durante unos años por dos caminos compatibles que terminaron convergiendo en el periodismo agroalimentario que llevo por bandera desde hace mucho tiempo. Hasta el punto de que algunos compañeros cuya inteligencia ha quedado  en entredicho por ello decidieron, por dos veces,  hacerme presidente de la que llamamos Asociación de Periodistas Agroalimentarios de España (APAE).
Es hasta cierto punto habitual que quienes nos hemos especializado en información agroalimentaria encontremos mejor acomodo en el lado de la comunicación, y es en éste donde he desarrollado la mayor parte de mi carrera profesional, empezando como consultor especializado (creé la primera empresa de comunicación de Aragón, al decir de algunos), y como director de comunicación, después.
En mi caso, un máster en comunicación corporativa e institucional me sirvió para hacer la transición del periodismo a la comunicación. Otros cursos y muchas horas de trabajo me han convertido en lo que soy: un eterno aprendiz que de vez en cuando comete la osadía de dar clases en alguna escuela de negocio, universidad o centro educativo y participar en jornadas y seminarios dispersos.
Nunca he dejado de escribir y colaborar en distintos medios de comunicación porque me gusta y me dejan hacerlo. Algunos me pagan, otros no y los hay que en Navidad me mandan un pollo de corral a casa con el que casi no sabemos qué hacer. Ahora me he propuesto no quedarme en la vertiente oscura de la brecha digital y por eso lanzo periodismoagroalimentario.com. Escribo también relatos y poemas sueltos que alguna vez han podido anidar en páginas impresas.
Podría peinar canas, pero en eso, como en tantas otras cosas, he tenido suerte y sólo me blanquea en ocasiones la confianza en el ser humano. Es entonces cuando pienso en aquella granja o en los días de vendimia y me dejo llevar por ensoñaciones rurales que nada tienen que ver con el business cotidiano. No obstante, todos los días veo también gente por la que merece la pena hacer periodismo y/o comunicación. Además, confieso que me gusta el combate si es cabal y ser buen vasallo cuando encuentro buen señor.
Por cierto, me llamo Miguel Ángel Mainar Jaime.