Los jardines del ministro Garzón

Las primeras declaraciones del ministro Garzón sobre la necesidad de reducir el consumo de carne me pillaron comiéndome un bocadillo de Ternasco de Aragón en La Antilla, lugar en el que los hacen muy sabrosos y apetecibles. No me inmuté por sus declaraciones ni por las reacciones que tuvieron lugar después. Creo que no como excesiva carne y, además, la del ternasco es una de esas producciones extensivas contra las que nadie tiene nada que objetar.

No me pareció un ataque a la ganadería española, sino el posicionamiento razonable y valiente de un ministro cuya responsabilidad es vigilar lo que consumen los españoles y hacer que este consumo sea bueno para ellos y para el país. Sus argumentos no eran nuevos ni radicales y coincidían con las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y con lo que los médicos nos van diciendo a todos a medida que rellenamos tramos de edad.

El ministro se había metido en un jardín, sin más, y eso es algo que a un responsable público, cuando tiene argumentos sólidos para hacerlo, hay que agradecerle, porque la mayoría no tienen pitera para dar pasos así o reculan en cuanto les llueven media docena de tuits.

En este segundo capítulo de los jardines de Garzón he estado a punto de cambiar de opinión, pero afortunadamente no soy de los que sacan conclusiones a las primeras de cambio. Corren tiempos en los que a la gente le gusta disparar a todo lo que se mueve y preguntar después (o no preguntar); intento no dejarme llevar por estos.

Menos prisa, que el tema es serio

Sigo pensando que no hay ninguna cruzada ministerial contra la ganadería española, sigo agradeciendo que de vez en cuando salgan políticos valientes y, en todo caso, creo que a Alberto Garzón le ha faltado inteligencia política y algo más de conocimiento del medio y del sector agrario. Probablemente le sobra también carga ideológica y activismo no gubernamental. Lo quiera o no, es ministro de un Gobierno y eso implica responsabilidades y obligaciones institucionales poco agradecidas.

Dice Garzón que hace falta un debate sobre el modelo ganadero de España y habrá pocos que no estén de acuerdo con esto, pero quizá un medio internacional no sea el mejor lugar para iniciarlo o alimentarlo. De hecho, esta ha sido una de las causas del ruido y la distorsión que se ha generado. Y es al ministro al primero que le interesa un debate sereno, salvo que su intención sea la de menear el avispero. Si es así, adelante con los faroles.

La emergencia climática requiere actuaciones ágiles e incluso atrevidas, pero Alberto Garzón a veces parece querer emular las campañas de la Dirección General de Tráfico y buscar atajos que, en este caso, no existen porque es mucho el daño que se puede hacer (“el azúcar mata”, ¿recuerdan?). Reducir el consumo de carne o el de azúcar puede ser una necesidad medioambiental o de salud pública, pero implica, primero, un cambio cultural, y después sacrificios económicos muy significativos. Ni una cosa ni otra supone que deba renunciarse al objetivo, pero alcanzarlo requiere muchas explicaciones, mucha paciencia y mucha inteligencia emocional.

Garzón advierte de un peligro… ¿discutible?

Por la boca muere el pez

Y luego está lo de la ingesta cárnica española, la calidad de las producciones y el maltrato animal, piedras angulares del incendio en el jardín navideño del ministro.

Independientemente de que sea recomendable o necesario reducir el consumo de carne en España, los efectos sobre la crisis climática de esta disminución serían poco relevantes, porque menos consumo nacional no implica necesariamente una reducción significativa de la producción cárnica (que es donde está el problema), ya que una buena parte de esta tiene como destino la exportación a países de economías crecientes donde la demanda cárnica va en aumento.

Es decir, como país altamente especializado y cualificado para la exportación de carnes y derivados, España podría seguir produciendo a un gran nivel incluso con un consumo interior más bajo. Eso sin contar con que la producción que no se hiciera en nuestro país se haría, sin duda, en otros, lo que no quiere decir que no haya que actuar localmente, pero sí que el beneficio de hacerlo no merece provocar una fractura social.

Por su parte, el de la calidad es un viejo debate porque supone fijar criterios en los que no suele haber acuerdo. Cada cual tiene su concepto de calidad y lo que en unos lugares no vale para nada en otros resulta un manjar. Pero al margen de esto, las administraciones han regulado la cuestión y hablan de calidad estándar y calidad diferenciada. La primera es la calidad mínima con la que un producto debe salir al mercado; la segunda es aquella que resulta de esfuerzos adicionales que hacen los productores (los alimentos con denominación de origen, por ejemplo).

A los productos altamente industrializados y procedentes de explotaciones intensivas nadie les pide calidad diferenciada, pero que no la tengan no significa que sean de mala calidad, cumplen unos estándares mínimos que, por cierto, en España, como país europeo, son de los más altos del mundo. Es un error grave, en este caso, hablar de mala calidad (¡ya nos gustaría a todos comer a diario de denominación de origen!).

Como lo es hablar de maltrato animal de una manera tan generalizada. Si uno considera que un animal, por ser de granja, está maltratado, huelga cualquier discusión. Pero si admite la compatibilidad entre la granja y el trato adecuado, lo que hay que hacer es convenir dónde están los límites. Y esta es una preocupación en la que España y Europa llevan mucho tiempo trabajando con muy buenos resultados para los animales.

Como en el caso de la calidad, la legislación europea, que la mayoría de las granjas españolas cumplen, es de las más avanzadas del mundo, si no la que más, por lo que técnica e institucionalmente no se puede hablar de animales maltratados. Ya les hubiera gustado a las 100 cerdas que mis padres tenían en su pequeña explotación ganadera haber recibido el trato que reciben ahora las de las macrogranjas.

Es cierto, no obstante, que en España se elaboran todavía productos de calidad discutible y quizá habría que elevar algunos estándares. Y es cierto que no se ha eliminado del todo el maltrato animal, pero que un ministro haga afirmaciones tan contundentes como las que ha hecho, aunque las circunscriba a un determinado modelo productivo, hace un daño injusto e innecesario a un conjunto muy amplio de productores vinculado a ese modelo.

Y luego, los del gatillo fácil

Tan injusto e innecesario como las desbocadas reacciones que han tenido lugar. Las de la oposición política no necesitan comentario, ya sabemos de dónde y por qué salen. Las del fuego político “amigo” son distintas, pero con intenciones parecidas. En PEAGRO nos interesan las del sector ganadero, que no acaba de entender hacia dónde va el mundo y lleva camino de darse muchos batacazos por miope.

Una campaña informativa para pedir a los consumidores que reduzcan su ingesta de carne en el país europeo que la lidera no es un ataque contra el sector. Es un ejercicio de responsabilidad de un ministerio que debería comprenderse, aunque duela, porque tiene sobrado soporte científico. Unos productores con el mismo nivel de responsabilidad deberían pensar antes en sus clientes que en su cuenta de resultados. Las llamadas al consumo responsable del sector vitivinícola son un ejemplo de ello.

Por otro lado, que un sector productivo concreto tenga un importantísimo peso en la economía de un país, en su balanza comercial o en el empleo no es patente de corso para nada. Es un sector al que hay que cuidar, pero no un sector al que hay que dejar desmadrarse. Y el sector ganadero, sobre todo el del porcino, podría estar cerca de hacerlo.

Así que se equivocan los ganaderos si creen que la crítica de Garzón a las macrogranjas (no a toda la ganadería), por desmedida que pueda ser, es una guerra contra ellos. Las macrogranjas son el resultado de la presión del mercado sobre los precios agrarios. Como el consumidor no está dispuesto a pagar mucho por la comida (asunto sobre el que los ministerios también deberían empezar a educar) y como las grandes superficies no están dispuestas a llevarle la contraria, la solución económica para hacer mínimamente rentables los escasos márgenes con los que hay que ganarse la vida es producir a gran escala.

Esto tiene consecuencias perniciosas para los ganaderos y para el medio rural, pues acabará con buena parte de la explotación familiar, que si no fuera por la PAC ya estaría herida de muerte, y consolidará uno de los grandes problemas de la agricultura en general: los bajos precios en origen. Así que, cuando decimos defender a la ganadería o a la agricultura en general, sepamos que este es un trabajo mucho más complejo que levantar una pancarta y linchar a un ministro.

Por otro lado, si las macrogranjas son un modelo económico viable, no tendrían por qué dejar de serlo medioambientalmente. Las economías de escala, igual que permiten aumentar la rentabilidad, pueden permitir una mejor gestión de los residuos, una investigación más certera sobre su eliminación o reciclaje y un control más exhaustivo de la actividad a todos los niveles.

En definitiva, el gran reto del sector es aceptar la realidad, conformada por una sociedad muy exigente y cada vez más heterogénea a la que la política, como no podría ser de otra manera, debe dar respuesta. Y aceptar la realidad es asumir que la alimentación, antes que un negocio, es un servicio público y que solo tiene sentido como negocio cuando es capaz, primero, de satisfacer al ciudadano de una forma integral. No es tan sencillo como saciar el apetito, hay que preservar la salud, hay que reducir el impacto medioambiental, hay que evitar el sufrimiento de los animales y hay que saber leer la nueva ética agraria y alimentaria que está asomando por la puerta, como ya hemos dicho por aquí alguna vez y no nos cansaremos de repetir.

Demasiado para lo que pagan, es cierto, pero la solución solo puede encontrarse en una larga conversación entre la producción, la política y el consumo. Y solo entre gente que sepa y quiera conversar. Los agitadores, estén donde estén, sobran.

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