A pesar de los numerosos mensajes que se lanzan desde ámbitos públicos y privados acerca de la seguridad de los alimentos, y a pesar de que, efectivamente, los controles que en España y en los países de nuestro entorno se realizan son abundantes y garantizan un alto nivel de seguridad, lo cierto es que el riesgo cero no existe y la posibilidad de que alimentos en mal estado lleguen a los consumidores y provoquen problemas sanitarios de distinta índole está ahí.
Cuando esto ocurre, las probabilidades de que el problema llegue a generar alarma social y, en consecuencia, una crisis grave en las entidades o sectores afectados, se disparan. Y es que el sector agroalimentario es especialmente vulnerable a estas situaciones, ya que el público, como no podía ser de otra manera, es altamente sensible a las cuestiones alimentarias. La alimentación, aunque resulta con solvencia en los países desarrollados, es una actividad crítica para el ser humano y está fuertemente vinculada a la sensación de seguridad que, por naturaleza, necesita.
Seguridad alimentaria, por lo tanto, es un concepto que entraña valores muy importantes para los ciudadanos, mayores que otros que quizá objetivamente sean parecidos pero que, sin embargo, aparentan percibirse de una forma menos trascendente, como pueden ser seguridad vial, seguridad jurídica u otras. Hasta el punto de que todo el mundo acepta el riesgo que supone circular por una carretera, pero es mucho más reticente a aceptar que comer en un restaurante o consumir unas hortalizas puede tener también sus riesgos. Ello, entre otras cosas, porque como se decía al principio se ha educado al consumidor para que se sienta absolutamente seguro ante un plato de comida, mientras en otros ámbitos, como el de la circulación, se le ha transmitido una sensación de riesgo mucho más cercana a la realidad.
Así, pues, la necesidad de los individuos de sentirse seguros y la sensación (falsa) de riesgo cero que entre unos y otros hemos contribuido a instalar en las percepciones del público en lo que a la cuestión alimentaria se refiere son dos de los elementos que provocan los estallidos, muchas veces injustificados, que tienen lugar en torno a la seguridad alimentaria. Estallidos que se traducen con cierta frecuencia en crisis de graves consecuencias económicas, sociales, legislativas o de otra naturaleza.
Por su parte, los medios de comunicación, cumpliendo con su vocación y su obligación de informar, actúan en ocasiones de forma involuntaria como catalizadores de los miedos, las pasiones y los intereses que entran en juego en una crisis alimentaria contribuyendo así a su agravamiento. También, como se ha podido comprobar en más de una ocasión (gripe porcina, por ejemplo), han sido importantes vectores para el control y contención de los efectos de una crisis. Todo depende, en definitiva, de la gestión comunicativa que en cada caso se lleve a cabo.
De la última afirmación, no obstante, no debe desprenderse que la solución a una crisis alimentaria sea comunicacional. Raramente el origen de una crisis es la comunicación, por lo que la solución estará, fundamentalmente, en las correcciones que se realicen en ese punto de origen. Pero es cierto que una vez desatada en el ámbito de lo público, en la terapia contra la crisis la comunicación habrá de tener una participación notable. De ahí la importancia de contar, entre las tareas propias de la gestión empresarial o de cualquier otro tipo de entidad, con una asignación adecuada de recursos para la comunicación.
El Colegio de Veterinarios de Madrid, consciente de la trascendencia que la gestión comunicativa tiene para la seguridad alimentaria ha programado dos sesiones específicas en el Máster en Seguridad Alimentaria que comenzará en octubre y que entre sus objetivos cuenta con el de adiestrar a los alumnos en la gestión de crisis. Iniciativas de este tipo son plausibles porque la formación es una parte muy importante de la gestión de crisis, hasta el punto de que supone una de las primeras barreras que se pueden levantar contra ellas.
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