Estamos en tiempos de verdades a medias, medias mentiras y mentiras enteras, de manipulación y de posverdad, que lo incluye todo. Cada cual se siente con el derecho de contar las cosas no como son, sino como quiere que sean, porque la verdad no existe y, por tanto, el que vale es el ángulo con el que cada cual mira el mundo que le rodea.
Así que, por las redes sociales, los medios de comunicación y cuantos sistemas de transmisión de información existen, circulan mensajes falsos, interesados o simplemente ingenuos que van conformando la placa de ateroma desinformativo que acabará por ocluir el sistema capilar de la información decente con el consiguiente infarto.
Pero entre tanto colesterol del malo afloran de vez en cuando mensajes cristalinos, precisos, verídicos e incontestables como el que recientemente ha enviado el Mar Menor. Da igual lo que digan unos u otros, lo que disimulen, lo que escondan… la fuerza telúrica que impulsa el escueto telegrama de dos palabras (“me muero”) ha arrasado cientos de excusas de mal pagador escuchadas hasta el momento y desde hace años.
Las decenas de miles de euros gastadas en comunicación por gobiernos, asociaciones agrarias y sindicatos de diversa índole no han servido para nada. La onda expansiva del mensaje lacustre se ha llevado por delante negocios turísticos y pesqueros, proyectos de futuro, ilusiones personales y la reputación, entre otras, del sector agrario, ya muy tocada desde largo.
Falacias gremiales
¿Quién se atreverá a decir a partir de ahora aquello de “los agricultores somos los más interesados en cuidar el medioambiente”? Esto no es más que una falacia gremial, como la que mantiene que los periodistas son los primeros interesados en la verdad, en la independencia, en el derecho a la información.
Así es sobre el papel, claro, pero cuando se sitúa el negocio por delante de los principios las costuras estallan y la realidad se impone. Es una pena, pero ni los unos son ya los mejores cuidadores de la naturaleza ni los otros el contrapoder que preserva a los ciudadanos, a través de información fidedigna, de los manejos de los otros poderes.
Si no fuera porque otra fuerza colosal, el volcán sin nombre de La Palma, ha impuesto su canción, los medios de comunicación seguirían tañendo el toque de muerto del Mar Menor y el público consumidor y pagador de la PAC seguiría escuchando una letanía antiagraria de la que el activismo ecologista puede ser altavoz, pero no culpable.
La culpa es de la propia agricultura, y nótese que no digo de los agricultores o de los ganaderos, que no han hecho más que seguir el paso que les han marcado desde que se iniciara la denominada Revolución Verde (léase aquí una revisión crítica). Estos son culpables, en todo caso, de haberse dejado llevar de manera ingenua y acrítica, sin darse cuenta del berenjenal en que les estaban metiendo. Ahora es su reputación, y por tanto sus explotaciones y su modo de vida, las que pagarán los platos rotos.
Ya no vale invocar a la comunicación
Quizá alguien piense que el problema es de comunicación, que la agricultura se vende mal, que sus enemigos manejan mejor las redes sociales, que el campo sigue siendo el país transparente y noblote de siempre con el problema arrastrado de su olvido ancestral.
Pero el problema es otro y se viene señalando desde hace tiempo: desde la Revolución Verde la agricultura “es directamente responsable del 40 % de la contaminación de las aguas de superficie, derivada del incremento del uso de productos químicos y sustancias protectoras”. Lo entrecomillo porque no lo dice quien escribe, sino alguien con un conocimiento y una autoridad infinitamente superior: Paolo de Castro (Comida, el desafío global. Eumedia, 2015), a quien no se puede tachar de enemigo de la agricultura.
Así que, si el problema es el señalado, que nadie piense que se va a solucionar con unas cuantas notas de prensa, un par de congresos, un buen gestor de redes sociales y el apellido “sostenible” colgado del cuello de todo lo que se mueva.
Es hora de que la agricultura haga una revisión crítica y autocrítica de su realidad, del papel que juega, de la responsabilidad social que tiene, de sus métodos y procesos y de sus resultados. Y, en función de esta, que se adapte decididamente a lo que el planeta necesita, a lo que los ciudadanos reclaman y a la nueva ética agraria que está surgiendo en lo que el papa Francisco llama casa común y que amenaza con desestabilizar a quienes le vuelvan la cara.
Sería deseable, incluso, que la agricultura liderara el movimiento universal que reclama una nueva revolución verde. En este caso, no en favor de la productividad, sino de la sostenibilidad.
No es fácil. Es duro, pero lo será más cuanto más tiempo pase. El Mar Menor ha hablado y no habría que dejar que él u otros como él volvieran a hacerlo, porque lo harán más alto y con perores consecuencias.