A buen entendedor… con un ‘tweet’ basta

La irrupción de una nueva tecnología en nuestras vidas siempre supone cambios, más acusados cuantas más innovaciones puedan ir aparejadas a los usos de esa tecnología. Y en la medida en que los cambios se produzcan, se producirá también un rechazo, o al menos una reacción de escepticismo hacia los mismos por parte de los usuarios. No de todos los usuarios, pues las novedades tecnológicas enseguida encuentran también su “club de fans”, pero sí de una buena parte de estos.

Así pues, hasta su completa asimilación, hasta que las nuevas tecnologías y las variaciones en los hábitos de vida que estas provocan son engranados en la sociedad, la controversia está servida. Si la novedad llega de la mano de la comunicación y la información, el debate es mayor.

La información y la comunicación, casi como la alimentación, son necesidades básicas del ser humano. Las formas en que nos comunicamos, la manera de recibir y emitir información influyen en cuestiones tan importantes como nuestra capacidad para relacionarnos y, en consecuencia, nuestro éxito social. Probablemente, después de respirar (para lo que todavía no tenemos ninguna dependencia tecnológica) y de alimentarnos (función que ya no sabríamos hacer de una forma absolutamente natural), nuestra relación con el entorno es lo que más nos importa y ocupa.

Por eso, cualquier innovación que afecte a nuestras posibilidades de comunicación será sometida a un potente debate social, sobre todo si los cambios que provoca son asimismo potentes y tan determinantes como para calificarlos de revolución tecnológica. Ocurrió con la escritura, con la imprenta y con la televisión (tan naturalmente integradas hoy en nuestra forma de vida); y está ocurriendo, en este mismo instante, con Internet y con todo el desarrollo tecnológico que arrastra la ola levantada por éste.

Es evidente que la tecnología cambia nuestra forma de ver el mundo. El trabajo agrícola, sin ir más lejos, era no hace mucho tiempo rudimentario, simple y socialmente poco reconocido. Hoy una buena parte del mismo precisa un alto nivel tecnológico y no cualquiera está preparado para ejercerlo; la percepción social del agricultor-ganadero, en consecuencia, está cambiando, aunque todavía diste mucho de ser la que merece.

Esta nueva forma de ver el mundo viene inducida por los nuevos usos que se derivan de los avances tecnológicos, los nuevos hábitos que crean, las nuevas relaciones que establecen… Y todo ello supone abandonar usos, hábitos y relaciones que quedan obsoletos. ¿Cuánta riqueza emocional, intelectual o espiritual perdemos en el proceso? He aquí la gran pregunta. La que a unos pone en guardia mientras a otros no preocupa en absoluto.

Mi experiencia personal con las nuevas tecnologías de la información y la comunicación tiene luces y sombras, como no podía ser de otra manera, pero arroja un saldo positivo. En primer lugar me ha obligado a realizar un esfuerzo de actualización que sería exagerado tildar de titánico pero que realmente ha sido agotador, porque los cambios son vertiginosos y, en algunos casos, radicales. La denominada brecha digital es una amenaza cierta para toda una generación, la que se encuentra a caballo entre la pre y la post revolución, y un servidor pertenece a esa generación. Quienes nos esforzamos por no quedarnos descolgados tenemos la sensación de estar haciendo lo que los ciclistas llaman “la goma”, pues cuando creemos alcanzar un cierto y cómodo dominio sobre la tecnología, ésta da un nuevo estirón que nos deja, de nuevo, descolgados.

El esfuerzo, no obstante, merece la pena, y gracias a él se nos han abierto ventanas a un paisaje nuevo y atractivo. El acceso a la información que precisamos es mucho más rápido y fácil, así como las formas de procesarla y organizarla. El ordenador y los teléfonos de última generación son como extensiones de nuestro cuerpo y nuestra mente que aumentan significativamente la capacidad de los mismos. Por supuesto, estas herramientas nos han generado nuevos hábitos, pero no necesariamente negativos. La tecnología ejerce su poderosa influencia, pero no por ello deja de estar al servicio de la gente, que sigue teniendo el poder para determinar cómo, cuándo y dónde hacer uso de ella, el poder de poner barreras y decidir hasta qué punto hacerse dependiente de los dispositivos y sus aplicaciones.

Debates como el de las nuevas formas de expresión impuestas por las modernas redes sociales ponen de manifiesto la vulnerabilidad del lenguaje y, quizá, del conocimiento, tal y como los hemos entendido hasta ahora. Pero quizá exista un alarmismo excesivo al respecto, porque nada impide, al menos de momento, escribir un tweet de acuerdo con los usos y normas tradicionales del lenguaje, seguir leyendo periódicos en papel o almacenar libros en una librería. La convivencia entre modelos y hábitos intelectuales clásicos y modernos es posible y poder elegir entre unos y otros, como en estos momentos hacemos muchos ciudadanos, una gran ventaja.

Es probable, en cualquier caso, que las formas de comunicarse de las generaciones futuras sean sensiblemente distintas, pero también es probable que la transmisión de conocimiento, conceptos e ideas no sufra alteraciones graves. Personalmente no comparto que la creciente implantación de la lectura rápida, los textos cortos y los hábitos intelectuales superficiales perjudique esa transmisión. ¿O no forman parte también del pensamiento profundo que algunos atribuyen a los textos densos y largos los aforismos, los poemas o las canciones que tanta sabiduría nos han trasmitido? ¿No es un refrán algo así un tweet analógico? Y esta moda por la degustación rápida de contenidos, ¿no será una respuesta a la fata de contenidos de muchos de los largos textos con que se nos ha obsequiado con demasiada frecuencia?

Por las mañanas leo periódicos en papel y por la noche revistas y libros en formato tradicional. Sin embargo, ello no me impide buscar la información que necesito en un ordenador, llevarla de un lado a otro gracias a dropbox y darle el uso que creo más conveniente en distintos dispositivos. Con el móvil, además de hablar,  me oriento en los viajes y atiendo el correo electrónico más urgente. Mi afición a la lectura y la escritura no me impide participar en redes sociales donde con pocas palabras se puede decir mucho. Y mi reciente actividad bloguera da cabida reflexiones más o menos profundas y a largos reportajes.

Tengo nuevos hábitos, sí, pero disfruto también de los viejos. Unos y otros alimentan mi intelecto y me procuran experiencias emocionales que me enriquecen. Soy un híbrido propio de los tiempos de transformación que vivimos. No temo los cambios aunque puedan asustarme; y el miedo me lleva a procurar dominar las nuevas formas para defender los viejos contenidos. Lo creo posible e incluso recomendable.

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